Redes del deseo

Con luminosos rayos amanecía un día cualquiera en una paradisíaca playa del Caribe. El azul pálido del cielo sin nubes y el verde azulado de sus transparentes aguas invitaban al primer baño matutino. A la vez despertaban bajo la sombra de dos cocoteros unos chiquillos de no más de ocho años, de piel cetrina, vivas miradas y risueñas facciones, quienes, dirigiéndose en su carrera hacia la playa con tal energía difícil de sospechar en sus enjutos cuerpos, se introdujeron unos metros en el agua. En pocas brazadas llegaron donde habían dejado la red echada durante la noche, y que con una estratégica sujeción entre dos rocas, servía de trampa para los descuidados peces que pretendían pasar por aquel estrecho lugar. 


Con las redes recogidas y debidamente puestas a buen recaudo para evitar que nadie les arrebatase su único medio de sustento, se dirigieron con dos cubos llenos de pescado a la ciudad, exponiendo el contenido para su venta, donde con suerte conseguirían algunas pocas monedas que llevarían a su madre, impedida para trabajar debido a una enfermedad, y quien administraba estos únicos ingresos aportados para la manutención de ellos tres y sus cuatro hermanos menores.
Ya llegando la noche y después de una exigua cena, mientras que los dos hijos mayores, actuando como cabeza de familia, se disponían a tender nuevamente las redes, y la madre les cantaba una canción a sus otros cuatro vástagos, a los que con dulce y amorosa voz les calmaba el hambre.

El día trae a la aurora
con su canto melodioso
hace que sea hermoso
cuando al despertar te adora.
La vida siendo ella autora
de darnos este derroche
ha de ponernos el broche
a tanta paz y armonía,
nos dejará su alegría
sea de día o de noche.

Anochecía oscura, fría e inhóspita, la ciudad de gigantescos rascacielos con una gran capa de nieve. Tal inclemencia hacía que apenas se viese un alma por sus calles a última hora de la tarde.
De un edificio se vio salir un hombre de mediana edad, acompañado de su sombra alargada por la luna llena que colgaba de un cielo gris; cabizbajo se dirigió sin rumbo aparente por esas solitarias avenidas rumiando su desgracia.
Al entrar en uno de los edificios famoso por tener en sus últimas plantas un lujoso lupanar disfrazado de club social para su selecta clientela, se dirigió directamente donde sus pasos inconscientemente le llevaban sin titubear.​


Con su pálida cara, aún más blanca y demacrada por el intenso frío, pidió una suite y la habitual visita de una dama de compañía, a la que en su soledad le contó su pena.

La desgracia: perder la mitad de los beneficios que su asesor financiero le había prometido conseguir en la inversión de un negocio de redes informáticas.

-¡Maldita burbuja informática! ¡Quién estuviera en una playa del Caribe viviendo del maná!- Exclamaba el pobre desgraciado y desventurado personaje.


Antonio Nieto Bruna 
Copyright©
29-10-2010 



 

Premio prosa semanal del Jurado,
otorgado en el portal de Internet
Mundo Poesía, el 27 de Febrero de 2011

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