De Madrid al cielo



En medio de una vieja piel de toro
curtida por el paso de la historia
se encuentra iluminando mi memoria
la luz de la ciudad que más adoro.
Reluce en la meseta como el oro
el poder que alcanzó su otrora gloria
y aunque orgullosa, no se vanagloria
por ser parte importante de un tesoro.

Metrópoli social y hospitalaria
a nadie preguntó su proceder,
y abierta a quien la quiera conocer
está porque es humilde y solidaria.
Gestada en una era milenaria
fue matriz de una villa que al nacer
en ella se asentó todo el poder
de una nación diversa y centenaria.

Señas de identidad amalgamadas
junto a modos de nuestro casticismo 
evitarán con gracia y eufemismo
las causas inconexas y olvidadas.
Las manifestaciones y algaradas
son las formas de ese antagonismo
que con su dignidad y con su altruismo
es centro de disputas encontradas.

El nativo apegado a este suelo
presume muy honroso de su tierra
aunque la gran virtud que nos encierra
hace que algunos miren con recelo.
Su belleza es enseña y es modelo
pero quien a su encanto al fin se aferra
sabe que esta ciudad nunca destierra
al que aquí llega en busca de un anhelo.

Siendo grandes, quizás otros pequeños,
el afán o el proyecto más profundo
se convierte en deseo más rotundo
de aquellos que se sienten lugareños.
Por ello somos todos madrileños
ciudadanos que habitan este mundo,
pues para el forastero y el oriundo
Madrid es la ciudad de nuestros sueños.

Con una sensación contradictoria
hay veces que se pierde perspectiva,
al quedar esta capital cautiva
de su diversidad y trayectoria.
Puesto que esta verdad es perentoria
y algunas veces hasta relativa
usemos la conciencia reflexiva
sin la falaz capucha inquisitoria.

Y como cualquier ave migratoria
quien sube alto mejor surcará el vuelo,
por ello dicen, de Madrid al cielo.