Una de tantas historias que se cuentan de la Guerra Civil Española por estos parajes, con el tiempo se va haciendo leyenda y es la referida a la cruz que todavía se puede ver en el pozo Relámpago en el camino a San Carlos.
Por el motivo de haber sido durante mucho tiempo una de las líneas que separaba ambos frentes, según a quien escuches te podrá dar una u otra versión de los hechos acaecidos y por los cuales existe dicha cruz, unos cuentan que fueron ejecutados unos falangistas y arrojados al pozo y otros que la guardia mora que ocupó durante un tiempo el pueblo ejecutó a republicanos siendo el destino de sus cuerpos el mismo que el anteriormente descrito.
Como todas estas leyendas que van fraguando el tiempo, la verdad suele ser más trivial y menos novelesca.
Lo único de cierto referente a lo ya expuesto es que Hiendelaencina era la línea de separación de ambos frentes por lo que continuamente existían escaramuzas entre uno y otro bando, en el caso que nos ocupa, la historia comienza uno de esos días en el que desde el bando nacional que tenía su centro de operaciones en Atienza, bajó un destacamento a realizar una incursión a la línea que separaba el frente republicano del frente insurrecto, con tal mala suerte para ellos, que emboscados en la carretera entre las escombreras de las minas de Hiendelaencina y el vecino pueblo de Robledo, les estaban esperando un pelotón de milicianos. En la refriega cayeron dos soldados del bando rebelde y una vez dada la orden oportuna por el jefe del pelotón al retén de guardia de enterrar los cadáveres, los soldados vieron que la mejor tumba que podrían tener aquellos soldados era el pozo de la mina Relámpago cerca de la mina de San Carlos, y de paso evitarían las consabidas y molestas excavaciones.
Hasta hace relativamente pocos años, todavía bajaban desde Atienza los familiares a visitar la tumba en fechas señaladas y se podía apreciar la inscripción en la base de mármol de la blanca cruz. Hoy en día parece ser que aquellos vestigios gráficos inscritos en la placa de mármol desaparecieron y solo queda una historia y varias leyendas de los hechos acaecidos.
Como los restos de cualquier pasado, el tiempo difumina la verdad y la mentira, pero los libros nos dejan la fría historia que según quien la narre y desde que punto de vista lo haga, nos dejará la luz necesaria para comprender nuestro pasado, sabiendo claro está, que por regla general y como dijo su anónimo autor. “La historia la escriben los vencedores”.
En homenaje a uno de tantos perdedores de aquellos fratricidas días, mi abuelo Mariano Bruna; añado una modesta contribución de la pequeña historia de aquellos lejanos tiempos, vividas por este personaje oriundo de Hiendelaencina y su familia:
Presento aquí con honores las sombras y las verdades
de recuerdos y visiones de vidas infatigables
de aquellos que con sus dones fueron seres entrañables.
Con versos y mil amores, relato sus dignidades.
En un casillo de piedra con una gruesa pizarra
en una villa pequeña rodeada de montañas
y a la puerta un haz de leña con lazos para alimañas,
un cachorrillo medraba tumbado junto a la parra.
Eran nueve moradores, entre el perro, hijos y madre,
cuatro pequeños varones, tres hijas angelicales,
vivían con ilusiones con sus huertos y animales
trabajando en sus labores confiaban llegase el padre,
un día marchó a la guerra sin honores militares
a la contienda que fue causa de todos los males.
Labra el mayor la parcela, los medianos en la espalda
llevan la mies a las eras, el pequeño pone trampas
y juega en las escombreras a ver quien más lejos salta.
Cuando sale de la escuela va a la caza de las ranas
al arroyo de la Cal o a los estanques y charcas
y las limpia con esmero vendiendo luego las ancas.
La mayor sus ilusiones cocinando las comparte,
la mediana sus opciones son marchar a otros lugares,
la pequeña de ambiciones sueña con grandes telares,
sus labores, la dispone, de su casa apenas sale.
Mientras esperan que llegue del penal un día el padre,
todos ayudan hacer más llevadero ese trance.
Pasan noches, pasan días, entre sol, lluvia y escarcha,
mientras pasaba la vida no perdió las esperanzas
de acabar la pesadilla la que un día le alejara
de una digna y sobria vida en el País de la Plata,
donde esperaba su esposa con tres preciosas muchachas
y cuatro buenos barones que cuidaban de la casa.
Largos años en la guerra y también muchas semanas
en el penal de Figueras con la pena conmutada.
Aunque cayeron fronteras quedó una puerta cerrada;
hay vidas que son muy perras, ¡más si son republicanas!
Prepara el viaje a su tierra soñando con un mañana
que cure todas las penas y vuelvan las esperanzas.
Cruza valles, ríos, montes, por caminos y ciudades,
después de días y noches pone fin a un largo viaje;
el zurrón ya sin reproches, una historia, su equipaje,
buscando sus horizontes atrás dejó libertades
y justas obligaciones rotas por un personaje
que mato las ilusiones imponiendo indignidades.
Cerca ya de la Revuelta, afanado en la Cerrada
toma el fruto de la tierra que los huertos le dejaban,
el hijo del miliciano espera mientras que cava.
Viendo al joven que sospecha le hace que vuelva la cara,
pregunta desde la cerca por el que lo cultivaba
y le dice está de vuelta pues se espera su llegada.
El hijo no lo conoce, a él se dirige su padre,
partió cuando eran menores y a su regreso son grandes,
dejó allí sus ocho amores un hogar y su bagaje
en noches negras y atroces soñaba con sus semblantes,
para que no se esfumaran sus días más entrañables
y con rabia se decía. ¡Si Dios hay me lo demande!
El hijo al ver a su padre le mira con mucha calma,
su imagen a él le recuerda le lleva dentro en el alma,
la memoria siendo buena su edad era muy temprana.
Después de darse un abrazo se dirigen a su casa
donde poniendo la mesa ya le espera su serrana,
ella de él siempre se acuerda desde la noche hasta el alba.
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